El siguiente es un cuento inédito de Carlos Correa guardado por José Sebreli y publicado por diario PERFIL,en el que el autor retoma sus temas recurrentes:la homosexualidad,el deseo y la violencia latente.
En ese paseo no había más que parejas; tipos afeitados que agarraban a la mujer por la cintura. Ni una mujer sola. Los faroles, la calle lavada, los Rosedales estaban fuera de la noche, fuera del sábado. Sólo una mujer que caminara despacio, por el cordón de la vereda, y la ciudad lo recuperaría todo.
—Sigamos otra cuadra –dijo Eduardo.
El lago reflejaba las luces amarillas: un laguito de cristal, quieto y quebradizo. Ahí alimentaban el silencio las rosas y los árboles: tallos enroscados, mustios, hojas velludas, inertes a la dulce y feroz espera de los jóvenes. ¿Hasta cuándo huiría ese sábado? Miserable noche sin mujeres. Nada más que parejas susurrantes.
—Por acá no hay caso –dijo Freyer.
—Volvamos, entonces.
Freyer dobló y el auto siguió, “yirando” hacia la avenida Sarmiento. El asfalto brillante desaparecía suavemente bajo el capot.
—Asomá la cabeza.
—Me pueden ver –dijo Eduardo. Era mejor tener la cabeza apoyada en el asiento. La cabeza rubia rapada y el cuero que cosquilleaba los pelillos; beberse poco a poco el ruidito falso de las ruedas. La larga piel sin color desde el cuello hasta los muslos entreabiertos. Esperando. “Esperando, piensa, que esperen; ya vamos. Me esperan en el Colegio también. Espera la familia. El juego de los fusiles y la gimnasia”.
—Vamos para Plaza Italia –dijo Freyer.
—No, está lleno de negras.
—No todas, alguna se puede encontrar.
—Son todas siervas con día franco. A lo mejor está la mía, sería bueno que la levantáramos a ella.
—Es estúpido –dijo Freyer, molesto–, se hace tarde.
Eduardo abrió y cerró los muslos con violencia,
—Está bien, a Plaza Italia.
Con los ojos entrecerrados se dio cuenta de que Freyer lo observaba. “Me divierte, me cree un chiquilín, me divierte; no hay que olvidar que es un civil. Tiene las costumbres que tenía yo. La ciudad todos los días, mujeres todos los días, la nariz siempre llena de olor. Ya no es mi amigo. ¿Por qué no lo dice? Pero lo hace con buena voluntad: me mete en el coche y me busca mujeres.”
Freyer volvió por un momento su cara blanca y fofa. Dijo con voz atenta:
—¿No tenés muchas ganas?
Eduardo rio, sin levantar la cabeza. Sacó las manos de los bolsillos y se acarició las mejillas. Era cómico. Después de una semana de fajina, con los ojos hartos de ver pantalones y las orejas podridas de oír los amores de los otros; y las palabras y las fotos. No se sabía. Eran cuerpos demasiado vestidos. ¿Qué caras tendrían en una cama? Piel satinada por afuera y adentro los negros mocos moviéndose, en silencio. Ganas, afrecho. Se revolvió en el asiento. Freyer también rio y dejó de mirarlo. El rubio fantasma Eduardo se dejaba chupar por el sábado franco. Las siervas esperaban en Plaza Italia, con ese aire de alcahuetas o de perras que agradecen el hueso. Lo ven llegar a uno y ponen la cara de hermanas. Hacen el favor. El pobre chico está necesitado. No, yo no. Era sorprendente. No tenía muchas ganas. De corazón. Habría que empezar directamente por el final. Abrazos que no terminan, se acalambran los dedos y uno acaba por abrir los ojos para divertirse con otra cosa. Nada de besos en la boca que puede estar enferma. Ni besos, nada. Era intolerable. Un Eduardo gigantesco que se inclinaba sobre la prostituta. Un Eduardo desnudo, enorme, atravesado, pulverizado a la pura arena por la mirada de ella. Violentamente era lanzado desde el torbellino inmenso a la blanda vergüenza. La manito que abre la ropa y los olores que han dormido todo el día y se levantan ahora. Azúcar de vidrio sobre la crosta inflamada.
—Sigamos otra cuadra –dijo Eduardo.
El lago reflejaba las luces amarillas: un laguito de cristal, quieto y quebradizo. Ahí alimentaban el silencio las rosas y los árboles: tallos enroscados, mustios, hojas velludas, inertes a la dulce y feroz espera de los jóvenes. ¿Hasta cuándo huiría ese sábado? Miserable noche sin mujeres. Nada más que parejas susurrantes.
—Por acá no hay caso –dijo Freyer.
—Volvamos, entonces.
Freyer dobló y el auto siguió, “yirando” hacia la avenida Sarmiento. El asfalto brillante desaparecía suavemente bajo el capot.
—Asomá la cabeza.
—Me pueden ver –dijo Eduardo. Era mejor tener la cabeza apoyada en el asiento. La cabeza rubia rapada y el cuero que cosquilleaba los pelillos; beberse poco a poco el ruidito falso de las ruedas. La larga piel sin color desde el cuello hasta los muslos entreabiertos. Esperando. “Esperando, piensa, que esperen; ya vamos. Me esperan en el Colegio también. Espera la familia. El juego de los fusiles y la gimnasia”.
—Vamos para Plaza Italia –dijo Freyer.
—No, está lleno de negras.
—No todas, alguna se puede encontrar.
—Son todas siervas con día franco. A lo mejor está la mía, sería bueno que la levantáramos a ella.
—Es estúpido –dijo Freyer, molesto–, se hace tarde.
Eduardo abrió y cerró los muslos con violencia,
—Está bien, a Plaza Italia.
Con los ojos entrecerrados se dio cuenta de que Freyer lo observaba. “Me divierte, me cree un chiquilín, me divierte; no hay que olvidar que es un civil. Tiene las costumbres que tenía yo. La ciudad todos los días, mujeres todos los días, la nariz siempre llena de olor. Ya no es mi amigo. ¿Por qué no lo dice? Pero lo hace con buena voluntad: me mete en el coche y me busca mujeres.”
Freyer volvió por un momento su cara blanca y fofa. Dijo con voz atenta:
—¿No tenés muchas ganas?
Eduardo rio, sin levantar la cabeza. Sacó las manos de los bolsillos y se acarició las mejillas. Era cómico. Después de una semana de fajina, con los ojos hartos de ver pantalones y las orejas podridas de oír los amores de los otros; y las palabras y las fotos. No se sabía. Eran cuerpos demasiado vestidos. ¿Qué caras tendrían en una cama? Piel satinada por afuera y adentro los negros mocos moviéndose, en silencio. Ganas, afrecho. Se revolvió en el asiento. Freyer también rio y dejó de mirarlo. El rubio fantasma Eduardo se dejaba chupar por el sábado franco. Las siervas esperaban en Plaza Italia, con ese aire de alcahuetas o de perras que agradecen el hueso. Lo ven llegar a uno y ponen la cara de hermanas. Hacen el favor. El pobre chico está necesitado. No, yo no. Era sorprendente. No tenía muchas ganas. De corazón. Habría que empezar directamente por el final. Abrazos que no terminan, se acalambran los dedos y uno acaba por abrir los ojos para divertirse con otra cosa. Nada de besos en la boca que puede estar enferma. Ni besos, nada. Era intolerable. Un Eduardo gigantesco que se inclinaba sobre la prostituta. Un Eduardo desnudo, enorme, atravesado, pulverizado a la pura arena por la mirada de ella. Violentamente era lanzado desde el torbellino inmenso a la blanda vergüenza. La manito que abre la ropa y los olores que han dormido todo el día y se levantan ahora. Azúcar de vidrio sobre la crosta inflamada.
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