domingo, abril 19, 2009

La casa malva

En su nueva novela, La música del hambre (Adriana Hidalgo), de la que ADN Cultura brinda este anticipo, J. M. G. Le Clézio, premio Nobel de 2008, recrea la vida de su madre y de la burguesía francesa antes de la Segunda Guerra Mundial y en la Ocupación

Por J. M. G. Le Clézio

Ethel. Está delante de la entrada del parque. Es de tarde. La luz es dulce, color perla. Tal vez una tempestad retumba sobre el Sena. Aprieta muy fuerte la mano del señor Soliman. Tiene apenas diez años, todavía es chica, su cabeza apenas llega a la cadera de tu tío abuelo. Frente a ellos hay como una ciudad construida en medio del bosque de Vincennes, se ven torres, alminares y cúpulas. En los bulevares de alrededor se apretuja la multitud. De pronto estalla el chaparrón que amenazaba y la lluvia cálida hace subir un vapor por encima de la ciudad. Instantáneamente se abren cientos de paraguas negros. El viejo señor ha olvidado el suyo. Duda, mientras empiezan a caer las gruesas gotas. Pero Ethel lo tira de la mano y juntos corren por el bulevar hacia la cornisa de la puerta de entrada, frente a los fiacres y los autos. Ella lo tira de la mano izquierda y con la derecha él mantiene en equilibrio el sombrero negro sobre el cráneo puntiagudo. Cuando corre, sus patillas grises se abren rítmicamente, lo que hace reír a Ethel, y al verla reír el también ríe, tanto que se paran debajo de un castaño para protegerse.

Es un lugar maravilloso. Ethel nunca vio ni soñó con algo así. Pasada la entrada por la puerta Picpus, costearon el edificio del museo, frente al que se apretujaba la multitud. El señor Soliman no está interesado. "Siempre podrás ver museos", dijo. El señor Soliman está pensando en algo. Por eso quiso ir con Ethel. Ella trató de saber y desde hacía días le planteaba preguntas. Es muy astuta, es lo que le dice su tío abuelo. Sabe conseguir lo que quiere. "Si es una sorpresa y te la digo, ¿dónde está la sorpresa? Ethel vuelve a la carga. "Al menos puedes dejarme adivinar." Él está sentado en su sillón, después de cenar y fuma su cigarro. Ethel sopla el humo del cigarro. "¿Se come? ¿Se bebe? ¿Es un lindo vestido?" Pero el señor Soliman sigue firme. Fuma su cigarro y bebe su coñac como todas las noches. "Lo sabrás mañana." Después de esto, Ethel no puede dormir. Toda la noche da vueltas en su pequeña cama de metal que chirría mucho. Recién se duerme al alba y le resultaba difícil despertarse a las diez, cuando su madre viene a buscarla para almorzar en casa de las tías. El señor Soliman todavía no está. Sin embargo, el bulevar Montparnasse no queda lejos de la calle Contentin. Un cuarto de hora caminando, y el señor Soliman es un buen caminante. Camina bien derecho, con el sombrero negro encajado en el cráneo, con el bastón con punta de plata que no toca el suelo. A pesar del bullicio de la calle, Ethel dice que lo escucha llegar desde lejos, con el sonido rítmico del hierro de los tacos de sus botas en la vereda. Dice que hace el ruido de un caballo. Le gusta comparar al señor Soliman con un caballo y a él esto no le desagrada, y cada tanto, a pesar de sus ochenta años, la sube a sus hombros para ir a pasear al parque y, como es muy grande, ella puede tocar las ramas bajas de los árboles.

Terminó la lluvia y caminan de la mano hasta la orilla del lago. Bajo el cielo gris el lago parecía muy grande, curvo, semejante a un pantano. El señor Soliman habla a menudo de los lagos y las marismas que vio en otra época, en África, cuando era médico militar en el Congo francés. A Ethel le gusta hacerlo hablar. El señor Soliman le cuenta sus historias sólo a ella. Todo lo que sabe del mundo él se lo ha contado. En el lago, Ethel ve patos y un cisne un poco amarillo que parece aburrirse. Pasan delante de una isla en la que construyeron un templo griego. La multitud se apretuja para cruzar el puente de madera y el señor Soliman pregunta, pero es evidente que lo hace para quedarse tranquilo: "¿Quieres...? Hay demasiada gente y Ethel tira de la mano de su tío abuelo. "¡No, no vayamos enseguida a la India!" Bordean el lago a contracorriente de la multitud. La gente se aparta delante de ese hombre grande vestido con un capote de abrigo y con un sombrero arcaico y esa niñita rubia endomingada con su vestido con nido de abejas y sus botines. Ethel se siente orgullosa de estar con el señor Soliman. Tiene la impresión de estar en compañía de un gigante, de un hombre que puede abrir camino en cualquier desorden del mundo.

En ese momento la multitud va en otro sentido, hacia el extremo del lago. Por encima de los árboles, Ethel ve torres extrañas color cemento. En un letrero, con dificultad lee un nombre:

-Áng...kor...

-¡Vat!- termina el señor Soliman. Angkor Vat. Es el nombre de un templo de Camboya. Pareciera que lo hemos logrado; pero, antes, quiero mostrate algo.

Tiene algo en mente. Y además, el señor Soliman no quiere caminar en el mismo sentido que la multitud. Desconfía de los movimientos colectivos. A menudo Ethel escuchó decir de su tío abuelo: "Es original". Su madre lo defiende, sin duda porque es su tío: "Es muy amable".

Él la educó con dureza. A la muerte de su padre la tomó a su cargo. Pero no lo veía a menudo, siempre estaba lejos, en la otra punta del mundo. Lo quiere. Y tal vez está aún más conmovida de que ese viejo gran hombre sienta pasión por Ethel. Es como si por fin lo viera abrir su corazón, al final de una vida solitaria y endurecida.

Al costado, un camino se aleja de la orilla. Los paseantes son menos numerosos. Un cartel dice: ANTIGUAS COLONIAS. Debajo hay escritos unos nombres y Ethel los lee lentamente:

REUNIÓN
GUADALUPE
MARTINICA
SOMALÍA
NUEVA CALEDONIA
GUYANA
INDIA FRANCESA

Allí es donde quiere ir el señor Soliman.

Es en un claro, un poco apartado del lago. Chozas con techos de paja, otras construidas de material, con pilares que imitan los troncos de las palmeras. Pareciera un pueblo. En el centro, una especie de plaza cubierta de grava donde han colocado unas sillas. Algunos visitantes están sentados, las mujeres, con vestidos largos, todavía tienen abiertos los paraguas pero en ese momento aparece el sol y los paraguas sirven de sombrillas. Los señores han extendido pañuelos sobre las sillas para absorber las gotas de lluvia.

Ethel, ante el pabellón de la Martinica, no pudo dejar de exclamar "¡Qué lindo!" En el frontón de la casa (también tipo choza) están representados en altorrelieve todo tipo de flores y frutos exóticos, ananás, papayas, bananas, ramos de hibiscos y aves del paraíso.

"Sí, es muy lindo... ¿quieres visitarlo?"

Pero planteó la pregunta como un momento antes, con la misma voz vacilante y, además, tiene a Ethel de la mano pero se queda inmóvil. Ella comprende y dice: "¿Más tarde, si quieres?"

Por la puerta, Ethel percibe a una antillana con turbante rojo, que mira hacia fuera sin sonreír. Piensa que le gustaría verla, tocar su vestido, hablarle, tiene una expresión tan triste en su rostro. Pero no se lo dice a su tío abuelo. Él la lleva a la otra punta de la plaza, hacia el pabellón de la India francesa.

La casa no era muy grande. No atraía mucha gente. La multitud pasaba sin detenerse, llevada por un mismo movimiento, con trajes negros, sombreros negros y el frufrú ligero de los vestidos de las mujeres, con sus sombreros con plumas, frutas y velos. Algunos de los niños que arrastran les echan miradas furtivas de lado, a ellos, a Ethel y al señor Soliman que suben y cruzan. Van hacia los monumentos, las rocas, los templos, esas grandes torres que sobrenadan por encima de los árboles semejantes a alcauciles.

Ella ni ha preguntado qué es eso de allí. Él debió mascullar una explicación: "Es la copia del templo de Angkor Vat, un día te llevaré a ver el verdadero, si quieres". Al señor Soliman no le gustan las copias, Sólo se interesa por la verdad, es así.

Se detuvo delante de la casa. Su rostro sanguíneo expresa una perfecta satisfacción. Sin una palabra, aprieta la mano de Ethel y juntos suben los escalones de madera que llevan a la escalinata. Es una casa muy simple, de madera clara, rodeada por una galería con columnas. Las ventanas son altas, enrejadas con celosías de madera oscura. Sobre el techo casi plano, con tejas barnizadas, hay una especie de torre almenada. Cuando entran no hay nadie. En el centro de la casa, un patio interior, iluminado por la torre, está bañado por una extraña luz malva. En el costado del patio, un estanque circular refleja el cielo. El agua está tan calma que por un momento Ethel cree que es un espejo. Se detiene, con el corazón palpitante, y el señor Soliman también permanece inmóvil, con la cabeza un poco tirada hacia atrás para mirar la cúpula por encima del patio. En nichos de madera dispuestos en un octógono regular garras eléctricas difuminan un color, ligero, irreal como un humo, color de hortensia, color de crepúsculo sobre el mar.

Traducción Juana Bignozzi

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