El control remoto del televisor no funcionaba, o por lo menos no tenía efecto sobre ese psicodélico aparato empotrado en el modular donde otras reparticiones exhibían diferentes elementos dispensadores de confort, como reproductores de distintos formatos de video y audio, café, best sellers, revistas, baleros, etc.
La súbita irrupción de un fragmento de la “Oda a las comunicaciones” de Berliowski sugirió a Gurméndez, luego de una rápida e infructuosa inspección ocular del entorno, la posibilidad de que aquella obra sinfónica constituyera el modo de expresión del teléfono de la habitación. Pero la experiencia le demostró que no.
Gurméndez probó entonces con la puerta, y si se hubiera tratado de un examen, debería decirse que aprobó: un elegante muchachote que llevaba un carrito similar al que alguna vez podría haber transportado a Alarico, rey de los visigodos, o al califa Harún Al Raschid (pero cargado de bebidas, snacks y golosinas en lugar de ADN imperial), le dijo que venía a controlar el consumo del frigobar.
Gurméndez contestó que acababa de tomar la habitación y que no había consumido nada, y aprovechó para quejarse por lo del control remoto. El muchachote le contestó que por ese asunto mejor llamara a la conserjería. Eso hizo Gurméndez, y un empleado que aseguró estar muy complacido de poder serle útil en algo, le comunicó que inmediatamente sería visitado por un técnico.
Gurméndez empezó a desempacar y también se desvistió pensando darse una ducha, pero volvió a ponerse la ropa ante la molesta eventualidad de que el técnico llegara mientras se estaba bañando. La audición de otro snack sinfónico ligero fue correctamente interpretada por Gurméndez, ahora sí, como la voz del teléfono diciendo “sí, soy yo, estoy sonando”.
La súbita irrupción de un fragmento de la “Oda a las comunicaciones” de Berliowski sugirió a Gurméndez, luego de una rápida e infructuosa inspección ocular del entorno, la posibilidad de que aquella obra sinfónica constituyera el modo de expresión del teléfono de la habitación. Pero la experiencia le demostró que no.
Gurméndez probó entonces con la puerta, y si se hubiera tratado de un examen, debería decirse que aprobó: un elegante muchachote que llevaba un carrito similar al que alguna vez podría haber transportado a Alarico, rey de los visigodos, o al califa Harún Al Raschid (pero cargado de bebidas, snacks y golosinas en lugar de ADN imperial), le dijo que venía a controlar el consumo del frigobar.
Gurméndez contestó que acababa de tomar la habitación y que no había consumido nada, y aprovechó para quejarse por lo del control remoto. El muchachote le contestó que por ese asunto mejor llamara a la conserjería. Eso hizo Gurméndez, y un empleado que aseguró estar muy complacido de poder serle útil en algo, le comunicó que inmediatamente sería visitado por un técnico.
Gurméndez empezó a desempacar y también se desvistió pensando darse una ducha, pero volvió a ponerse la ropa ante la molesta eventualidad de que el técnico llegara mientras se estaba bañando. La audición de otro snack sinfónico ligero fue correctamente interpretada por Gurméndez, ahora sí, como la voz del teléfono diciendo “sí, soy yo, estoy sonando”.
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Este cuento pertenece al reciente libro "Cuentos impensados" de Leo Masliah
Fuente:criticadigital.com
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